sábado, 28 de octubre de 2017

3.6 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.6

«El camino estaba siendo tranquilo, complicado pero tranquilo. Pero no tanto como la misteriosa calma que reinaba en la Laguna Negra.»


Aunque en un principio el descenso continuaba con su fuerte pendiente, al poco rato alcanzaron un tramo más llano para seguir sin dificultad el camino trazado en la sesera del anciano. Camino que sólo parecían conocer Shárika y él.
Siguiendo el curso del arroyo llegaron a un claro del bosque, decorado con belleza por la naturaleza; con grandes rocas blancas sobre una tupida hierba salpicada con azules flores silvestres. El arroyo lo atravesaba por medio creando un pequeño barrizal en uno de sus lados. Shárika se agachó para observarlo mejor.
–¡Ermis! –Llamó.
Ermis, que se encontraba en la retaguardia, avanzó hacia su sargento.
–¿Qué pasa? –Le preguntó Saera al pasar junto ella. Al ser ignorada preguntó a su maestro.
–No sé, pequeña, ahora se verá.
Ermis observó el barro, de pie junto a Shárika que permanecía agachada.
–¿Qué opinas?
–Jabalí, y de los grandes según las huellas.
–Estamos en su abrevadero, y a juzgar por las demás huellas, también de todo el reino animal.
–Deberíamos movernos, señor –aconsejó el legionario mientras observaba el bosque con detenimiento.
–¿Tanto problema por un jabalí? –Preguntó Saera.
–Que venga, cuanto más grande sea mejor le podré clavar mi espada –bramó Jhiral bravucón.
–No seas estúpido, no quiero ninguna baja y menos por un maldito jabalí. Vamos, andando –ordenó Shárika.
–El arroyo se adentra entre esas rocas –indicó Thomas.
Efectivamente, a través de dos grandes rocas el agua sinuosa seguía su cauce.
–Pues a las rocas.
El espacio entre ellas sólo permitía el paso de uno en uno. Shárika comprobó que por ahí no hubiera huellas ni marcas de animal alguno y cuando estuvo segura de ello procedieron a pasar en fila india. El último en pasar entre ellas fue Thomas que, despistado como iba observando el mejor sitio para apoyarse sin mojarse, chocó con la espalda de Jhiral.
–¡Por todos los dioses! –Exclamó mientras comprobaba la salud de su nariz.
–Exactamente –dijo Jhiral sin moverse para verle. Tenía la vista fija en el paisaje. Como el resto de sus compañeros delante de él.
–Caballeros, les presento la Laguna Negra –dijo ceremoniosamente Sebral.
Ante sus ojos, a su izquierda, la cordillera en forma de increíble muralla protegía y abrigaba de la luz una ingente cantidad de agua. Mientras que en su derecha y al fondo el bosque se inclinaba humildemente frente a las aguas para que los árboles, con sus enormes raíces, bebieran directamente de sus aguas. El silencio era mágico y la tranquilidad que respiraban era embriagadora.
Fue Ermis el primero en romper el silencio.
–No entiendo. Fijaos donde estamos, en esta orilla –les empezó a explicar–. Éste es el mejor sitio para saciar la sed y, sin embargo, no se aprecian rastros de animales.
–Ni se apreciaran –le dijo Sebral–. Thomas a dicho “por los dioses” y no sabía lo acertado que estaba siendo.



«Cuenta la leyenda que eones antes de que los clanes se organizasen y formaran La Asamblea para conquistar su independencia del reino de Lican, Axa, la hija de Brexor, jefe del clan lobo pardo, era la mujer más bella de toda Xhantia. Mas un día fue secuestrada y su padre acusó injustamente al clan rival de su desaparición.
»Xemir, hijo mayor del jefe del clan rival, estaba secretamente enamorado de Axa y mientras los dos clanes se preparaban para la batalla él partió en busca de su amada.
»Sus pesquisas le llevaron a las cercanías de la Laguna Negra, pero el camino hacia ella estaba fuertemente guardado por el ultraterrenal ejército del dios de la guerra, Sark, que sorprendió al joven aventurero.
»Xemir luchó por su vida y la de Axa, innumerables soldados cayeron bajo su acero, pero las heridas sufridas en la contienda mermaron sus fuerzas haciéndole caer bajo los continuos ataques del enemigo. Entre estertores de agonía el moribundo Xemir rogó a Seanil, diosa de la sabiduría, ayuda para su amada, presa por el dios Sark.
»La diosa atendió a sus suplicas y se apareció ante los dos clanes enfrentados en el campo de batalla justo antes de empezar la contienda. Convenció al iracundo padre y a su agraviado rival para unir sus fuerzas y combatir contra las tropas del dios de la guerra.
»Los dos clanes se enfrentaron al dios Sark haciendo retroceder a sus tropas hacia la Laguna Negra donde dieron buena cuenta de ellos. Los vencedores lanzaron los cuerpos de los vencidos a lo más profundo de la laguna y la sangre oscura de los ultraterrenales soldados tiñeron de negro sus aguas.
»El dios, vengativo, dio muerte a la bella cautiva para desdicha de su amado padre. Pero esta unión demostró que era posible la unión entre los clanes y fue el principio de los siguientes pactos y acuerdos que les llevarían a conseguir la estabilidad necesaria para librarse de sus opresores.
»...Y sin embargo, desde entonces ningún ser vivo ha pisado este lugar. Exceptuando a seis locos fugitivos en camino a Lican. »
–Tonterías –dijo Shárika, que no era ducha a creer en leyendas y fantasías.
–Es posible –respondió el anciano–, pero todas las leyendas tienen una base real. Y si te fijas ningún animal osa perturbar la tranquilidad de este lugar.
Y era cierto, ni siquiera el distraído vuelo de un pájaro sobrevolaba la laguna.
–Deberíamos irnos –continuó. Fáciles palabras de decir pero difícil de cumplir. Pese a que todos estaban de acuerdo con ellas la mágica belleza del paisaje les tenía embelesados, incapaces de reaccionar por sí mismos.
Sólo Saera, ajena a la belleza por su edad y haber vivido siempre en palacio, fue capaz de azuzarles para que se movieran: –¡Vamos! –Exclamó, y eso pareció bastar pues todos parecieron despertarse, agitando la cabeza para sacudirse imaginarias telarañas del pelo. Shárika observó con detenimiento las posibles salidas.
–Leyenda o no, ese ejército debió llegar por algún lado, y no fue por donde hemos llegado. Vayamos por ahí –dijo señalando con un gesto de la testa a una brecha que se aparecía entre la arboleda de la orilla sur.
Al llegar allí pudieron observar esperanzados como la pendiente, a pesar de un corto tramo casi vertical pero salvable con un par de saltos bien calculados sobre las raíces de los árboles, disminuía para convertirse en un agradable paseo. Después de un frondoso claro en el que discurría otro arroyo para unirse al procedente de la laguna.
Una vez en el claro Thomas dijo:
–Tengo hambre. ¿Por qué no volvemos para cazar ese dichoso jabalí?
–Ignoraré tu petición conociendo tu ignorancia sobre la caza del jabalí –le contestó Ermis paciente–. Porque nunca lo has cazado, ¿verdad?
–No, ahí tú eres el experto.
–Pues sería prácticamente imposible dado el tamaño de sus huellas y vuestra escasa experiencia.
–¿Tan grande es? –Preguntó Shárika acercándose a la pareja.
–Inmenso.
–¿Cómo si fuera el padre de los jabalíes? –Preguntó Thomas.
–Como si fuera el abuelo de todos ellos.
–¡Por Vela, cuanta carne! –Exclamó relamiéndose.
–¡Señor Thomas! –Exclamó Sebral airado–. Cierto es que todos sentimos las puñaladas de nuestros vacíos estómagos, pero como despiertes el hambre en la princesa con vuestros insistentes y necios comentarios tendrá que enfrentarse a mi ira, que será mayor que la de los propios dioses, ¿está claro?
–Sí, sí –respondió acongojado.
Sebral, satisfecho una vez terminada la discusión, se giró para volver con su protegida.
–Vaya con el abuelo –le susurró Jhiral a su compañero de armas.
–Quién lo diría, ¿verdad?
–Venga, sigamos –dijo Saera que le miraba enfurruñada.
Pero Saera interrumpió la marcha no iniciada con un grito ahogado. Allí por donde se habían despedido de la laguna ahora se alzaba, envuelta en sombras, una figura de aspecto humanoide; de unos dos metros y medio de alto aproximadamente, ancha complexión y unos ojos brillantes como dos lunas llenas.
–¡Corred! –Ordenó Shárika.
No hizo falta más. Ermis alzó a la pequeña y, portándola en su hombro, corrió junto con sus compañeros montaña abajo.
«Todas las leyendas tienen una base real. » Había dicho el anciano, que ahora corría demostrando que la edad no se discutía con el instinto de supervivencia. Y nunca más cerca de la verdad; pues cierto era que no descansaban los restos de ningún ejército en el fondo de la tranquila Laguna Negra. Pero algo peor habitaba en ella: Un semidiós, hijo de Meastron (dios del mar y sus criaturas), que a raíz de un desaire con el dios de los dioses, Begor, fue castigado al exilio y privado de las apreciadas aguas saladas del mar. Losban moraba en la parte más profunda de la laguna para salir sólo en busca de sustento. Y, pese a no recibir visitas de animal alguno en sus cercanías, su capacidad metamórfica para crear piernas donde antes había la potente cola de un anfibio le permitía explorar el bosque para cazar el alimento con sus propias manos.
Pero no era hambre lo que él sentía ahora, sino la más aguda curiosidad por conocer la razón por la que la calma de su hogar había sido quebrada. Satisfecho los vio correr por sus vidas. No pensó en perseguirles, había aprendido la lección y no quería incurrir en la ira de su padre –y mucho menos en la de Begor–. Así los observó hasta que se perdieron de vista entre los árboles y sólo entonces se volvió para sumergirse de nuevo en su encierro.

miércoles, 25 de octubre de 2017

3.5 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.5


«El grupo se disgrega. El Errante era solo un compañero temporal y deben de seguir camino en el autoéxilio. Desanimados ponen rumbo al reino de Lican. Un trayecto que habría sido más fácil con alguien como el Errante a su lado.»


–Ya habéis oído. Nos vamos –ordenó Shárika.
Pese al descontento general todos –Saera no– se despidieron del Errante para seguir su camino. Sebral se rezagó a conciencia y una vez todos se hubieron alejado le dijo a su amigo:
–No sé cual es tu misión. Pero te conozco bien. Muy importante a de ser para que clame tanta urgencia. Te agradezco tu ayuda de corazón y sólo espero que el retraso que te hemos supuesto no afecte en grave medida a tu cometido.
–Te lo agradezco amigo. Para satisfacer tu curiosidad te diré que toda una raza depende de mi éxito o mi fracaso. Más no puedo decir, pues si se supiera sería su fin.
–Lo entiendo. Suerte. –Y sin mediar más palabras se alejó de él. Pero a los pocos pasos se giró y dijo:
–Dales recuerdos a las amazonas de mi parte.
El Errante contestó con una carcajada. Lo había adivinado; Eran ellas las que corrían grave peligro. Una extraña enfermedad les asolaba y sólo él podía conseguir el remedio. Debía darse prisa en conseguir la redoma que les curara de la plaga. Pero, ¿podría dejar solos a sus nuevos compañeros sabiendo los peligros que todavía les quedaban por afrontar? ¿No debería marchar con ellos hasta ponerlos en lugar seguro? Era muy posible que hubieran conseguido despistar a Sylvania en su búsqueda al pasar por el Bosque Lubre pero de seguro que cuando pudiera mandaría más juggers para proseguir la caza, sino los había mandado ya. En Xhantia podrían gozar de cierta seguridad, pero no sólo era de ella de quién se debían proteger y todavía les quedaba un largo camino hasta Lican. Una vez allí, suponiendo que llegaran, ¿qué se disponían a hacer? ¿Preparar una guerra en contra de usurpador? Si así fuera, él no participaría en ella. Ya lo hizo una vez y los resultados no fueron de su agrado. ¿Mereció la pena tanto esfuerzo y sufrimiento? De seguro que no. Miles de muertos para conseguir una pequeña mejoría. Siempre debería acarrear con su culpa; aquella guerra no hubiera existido sin su apoyo, esa y no otra era la razón por la que no quería verse involucrado en otra guerra absurda. ¿Merecía la pena luchar para poner a una niña engreída en el trono? Él pensaba que no. Quizás podrían vivir en paz junto a su tío.
Al menos esa era la esperanza del Errante que, sin querer ayudarles en la empresa de la reconquista –que suponía ya se había planteado Saera–, tampoco les deseaba ningún mal.
Lo cierto era que ahora otra misión más acuciante le clamaba su plena atención. Deseándoles en silencio buen viaje se giró para continuar su camino más un sonido lejano le llamó la atención. Provenía del noreste, del Valle de los Reyes: Un sonido metálico, órdenes gritadas por voces de mando, ruidos de campaña y caballos piafando. Lejos, demasiado lejos, en el Valle de los Reyes parecían estar montando un campamento, un ejército debía haber llegado y en ese momento estaba tomando posición, ¿quizás para un futuro enfrentamiento? No le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas.
Decidió marcharse hacía el destino que se había fijado si bien la curiosidad le roía por dentro, y corriendo junto al Bosque Lubre se dirigió hacia la Puerta Oeste, en el Paso de Copro.



Ajenos a sus sospechas los fugados siguieron su camino para llegar a las rocas, justo donde éste deja de ascender para iniciar el abrupto descenso. Todos hicieron una pausa para mirar atrás. Todos no, la princesa Saera seguía enojada con el Errante. ¡Debía de estar con ellos para ayudarle! Shárika no le vio. Se había marchado. Pero Sebral lo localizó andando por los lindes del bosque confundiéndose con la vegetación, en dirección Sudoeste. Efectivamente no les iba a acompañar en su viaje. Todos habían guardado secretamente la esperanza. Rota.
Saera exasperada arreó: –¡Vamos!
–Sí, venga, con o sin él hemos de continuar –dijo Shárika.
Sebral con un murmuro se despidió:
–Adiós viejo amigo. Nuestros caminos se vuelven a separar. En mi corazón queda la alegría del reencuentro próximo. Más próximo que la última vez, espero.
–¡Vamos! Hemos de continuar –avivó Shárika.
Todos reanudaron la marcha iniciando el descenso.
Pronto necesitaron usar las manos para mantener el equilibrio pues dejaron de andar para prácticamente escalar buscando llegar al nacimiento del río. Sebral necesitó la ayuda de los legionarios mientras que Saera era izada por Shárika, la única a la que le permitía tocarle –quizás por que le recordaba a sus ayudantes de cámara–. Es por ello que las dos fueron las primeras en llegar al nacimiento. Nada más llegar se sentaron en dos grandes piedras situadas junto a un pequeño lago formado por una pequeña cascada.
Estaban fatigadas, pero no tanto como el anciano consejero, que llegó sin resuello para desplomarse, con total ausencia de elegancia, al lado de su protegida y alumna. La escasez de oxígeno les afectaba a todos pero necesitaron poco tiempo para recuperarse.
Del lago, una pequeña bañera, salía un arroyo que descendía ágilmente entre la frondosa vegetación, saltando alegre los desniveles.
–Deberíamos seguir su curso –indicó Shárika.
–Parece el camino más seguro –confirmó Sebral.
Saera se levantó disgustada, nadie parecía tenerle en consideración.
–¿Por qué no vamos por ahí? –Dijo señalando a su izquierda–. Parece un descenso más suave.
Shárika miró a Sebral el cual le correspondió la mirada, después le dijo a Saera:
–Esto no es una excursión. Levanta, nos vamos.
Saera estuvo a punto de montar una escena, pero comprendió que una pataleta no daría resultado. Con un bufido se resignó a continuar. 
Todos emprendieron la marcha, Thomas se acercó a su compañero y le susurró:
–Seguro que el otro camino era mejor, no entiendo porque debemos coger este otro más escarpado.
–Vamos, eres un legionario, ¿dónde está tu espíritu de aventura? –Preguntó Jhiral.
–Pardiez que me lo deje olvidado en el bosque.

sábado, 21 de octubre de 2017

3.4 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.4

«Quizás un agradable paseo por el bosque era mucho pedir. Las espadas vuelven a danzar y la sangre de los enemigos regará el camino.»

Sin previo aviso una larga mancha negra saltó de la espesura en dirección al cuello de Thomas. Una flecha la alcanzó en pleno salto derribándola a los pies de Jhiral. El cuerpo inerte de una pequeña bola peluda, negra como el carbón, con largas piernas y afiladas uñas en sus garras, yacía inerte junto al legionario. De su boca hocicada, adornada con dos hileras de afilados dientes, manaba su sangre putrefacta apestando al instante el ambiente. Los legionarios giraron en redondo. En el bosque pudieron ver al arquero, perteneciente al ejército de los muertos.
–Gracias –consiguió articular Thomas.
–¿Cómo lo haces muchacho? Todos los malditos bichos de este bosque parecen ir contra ti. –Le preguntó Jhiral.
–Piérdete –fue la contundente respuesta.


Continuaron avanzando, sin tomar descanso alguno  pese a las protestas de Saera. Y mientras avanzaban pudieron comprobar como en la espesura aparecían seres de todo tipo para observarles. Quizás atacarles: Un espectro de medio cuerpo, sin piernas, con un torso desecho y cuya cabeza era la de un carnero. Una especie de tigre gigantesco que andaba sobre sus patas traseras. Un ser viscoso procedente de algún pútrido pantano del interior del bosque. Varios bichos compañeros del anterior derribado. Todo un grupo de grandes simios con enormes incisivos cuyos ojos inyectados en sangre miraban fijamente a Thomas. Parecían esperar a la señal oportuna para pasar al ataque.
Un árbol cayó en el interior y un gran animal surgió al galope derribando más árboles a su paso en dirección al grupo. Éste se preparó para el ataqué. Al final apareció y lo pudieron ver bien: Un cuadrúpedo el triple de grande que un caballo. Patas más cortas pero mucho más anchas y poderosas. De cuello corto rematado en una gran cabeza con una enorme y amenazante boca –Thomas sólo veía dientes–. De piel gris sin pelo que la cubriera. Una gran mole de dos toneladas directa a ellos.
Por sus flancos tres jinetes muertos montados en sus esqueléticos corceles le atacaron derribándolo, no sin pocas dificultades, antes de alcanzar el camino.
–El bosque mismo se revela en contra de los dictados de su señor y el rey en persona debe procurarnos protección contra sus criaturas –dijo Sebral.
–Entonces lo mejor será que no perdamos más el tiempo. ¡Andando! –Ordenó Shárika.
Continuaron avanzando hasta poder alcanzar con la vista el fin del bosque. Más allá el Sol regaba con sus rayos la verde pradera que prometía un dulce descanso. El Errante frenó sus pasos poniéndose al final del grupo. Una vez detrás de todos desenvainó sus dos katanas y gritó:
–¡Continuad! ¡No miréis atrás!
Pero todos se volvieron. Detrás del Errante pudieron ver como el camino había vuelto a su estado natural; estrecho, angosto y lleno de curvas.
–¿Qué pasa? –Preguntó Shárika.
–¡Corred ya! –Gritó de nuevo el Errante.
Detrás de él una gran bestia como la anterior apareció derribando los árboles, como si el intrincado trazado del camino no fuera con ella. Y luchando con ella varios soldados con sus monturas. Acompañándoles a todos, los grandes simios también querían parte del apetitoso pastel.
Fue Saera la que gritó. Rápidamente los poderosos brazos de Jhiral la alzaron para correr más deprisa. Todo el grupo corrió hacia la salida a excepción del Errante, el cual dio media vuelta para enfrentarse a las bestias. Sebral pudo observar como el resto del ejército del Rey Vidom atacaba de pleno la estampida mientras intentaban proteger al grupo de todos los atacantes que les salían a su paso.
Para la mayoría del grupo fueron los peores cien metros de su vida, corriendo mientras esquivaban las zarpas de algún animal o espectro y esquivando, también, las flechas que lanzaban los esqueletos para defenderles. A través de esta lluvia de flechas y garras consiguieron alcanzar la pradera milagrosamente intactos. El Sol acarició sus rostros y cayeron rendidos sobre la hierba.


–¿El Errante? –Preguntó Saera cuando Jhiral la soltó después de recuperar el aliento.
Volvieron a clavar su vista en el bosque. En el camino el ejército del Rey Vidom luchaba contra las bestias dándoles muerte una a una. Podían ver como a los simios se les habían unido lobos, los más grandes vistos, serpientes y esas especies de bolas peludas con grandes dientes y garras. Rápidamente su sangre pasaba a formar parte del suelo por la acción del acero. El propio Errante repartía mandobles contra las bestias mientras se dirigía hacia sus compañeros andando por el camino. Los viajeros lo pudieron ver, pero no lo podían oír. Ningún sonido manaba del bosque.
Al llegar junto a ellos el Errante limpió con un paño la espesa sangre que adornaba el filo de sus espadas. Luego las guardó.
–¿Algún herido?
Todos negaron.
–¿Cómo sabías...? –Empezó a preguntar Shárika.
–Lo oí.
–Yo no oí nada, ¿y tú Ermis? –Preguntó Jhiral.
–No. Yo no.
–No importa –acalló Sebral–. Creo que ha llegado la hora de despedirnos, ¿no es así?
–Sí. Así es –respondió el Errante.
–¿Cómo? –Preguntó Thomas.
–Entonces, era cierto. Te vas –dijo Shárika.
–Lo era, en efecto –le dijo el Errante.
–Creía que nos ayudarías en el viaje –dijo Ermis consternado.
–No pongáis esas caras. Os he ahorrado pasar bajo el Alcázar de la Encrucijada, ¿verdad?
–¿Escuchaste? –Preguntó Jhiral.
–Todo.
–Vaya.
–Sebral, viejo amigo –se despidió dándole un fuerte abrazo–. Ha sido un placer veros de nuevo.
–Lo mismo digo.
–Estamos en lo alto de la Cordillera Pétrika. Más allá –empezó a explicar señalando a su izquierda–, al noreste, se encuentra el Valle de los Reyes. Vuestro camino sigue esa dirección –señalando ahora al frente, a unas rocas pulidas por el viento que se mostraban encima de una pequeña ladera–, detrás de las rocas encontraréis el nacimiento de un río y, si la memoria no me falla, no deberíais encontrar dificultad alguna para llegar a los verdes valles de Xhantia. Por el contrario, mi camino me lleva al sudoeste, al Paso de Copro.

miércoles, 18 de octubre de 2017

3.3 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.3

«La oscuridad ha vuelto al bosque maldito volviendo a la normalidad. No es seguro apartarse del camino. Pues mortales criaturas esperan en el abrigo de la espesura.»



–¿Por qué es más normal? –Preguntó Shárika.
–Estáis en el Bosque Lubre, nunca los rayos del Sol habían bañado estos árboles. Hasta hoy.
–Magia –dijo Thomas escupiendo la palabra.
–Sí. Y de la peor que puedas encontrar –le dijo el Errante.
–¿Hay algún tipo de magia buena? –Le contestó Thomas irónicamente.
–Puedes andar, ¿no? –Le respondió Saera.
–Disculpad pero has dicho hasta ahora. ¿Y por qué hoy sí? –Le preguntó Ermis al Errante.
–¿Un gesto de buena voluntad? –Más que respuesta fue pregunta.
–Supongo que sí –la respondió Sebral–. Pero continuemos. No deseo permanecer en este lugar más tiempo del imprescindible.
Pese a la oscuridad el camino permanecía inmutable sin ofrecer dificultad alguna. Y a lo largo de él los silenciosos soldados custodiaban el trayecto a seguir, dispersos entre los árboles.
Sebral se acercó un poco más al Errante para poder gozar de cierta intimidad.
–Dime, ¿y tú como te encuentras viejo amigo? Pues ayer la noche estaba muy avanzada y el peso del cansancio caía sobre mi ya anciano cuerpo, pero ahora fortalecido después de un merecido sueño mi boca se aligera y deseo conocer. Un velo de tristeza ensombrece tu rostro. ¿Qué os preocupa?
–Por lo que veo tu edad no ha disminuido tu capacidad de observación –respondió el Errante taciturno–. Muchas calamidades aquejan a este mundo en esta hora. La vuestra y la mía son sólo parte de ellas.
El anciano no dijo nada por un tiempo.
–Oye. Cuando nos encontramos ayer en la taberna, ¿fue casualidad o nos estabas esperando?
–Os esperaba. Sabía que tomaríais el camino del sur, por ser el más seguro, y que podríais tener problemas. Aunque no esperaba que los tuvierais tan pronto.
–¿Lo dices por esos soldados?
–No. Estoy seguro que no habrían supuesto mucho problema. Vosotros dos vais bien protegidos con los legionarios.
–Gracias –dijo Shárika, que aún yendo delante no pudo evitar oír el halago.
–De nada. Fue el jugger lo que me hizo actuar.
–¿El jugger? Apareció después –comentó Shárika extrañada.
El Errante miró a Sebral y en su rostro vio muda complicidad.
–Lo oí –dijo el Errante como explicación.
–¿Desde la taberna? Lo dudo.
Sebral esbozó una sonrisa que fue correspondida por el Errante.
–Dúdalo si quieres. No importa. Lo que sí importa es el origen del jugger.
–Creo ver tus pensamientos. Sylvania, ¿verdad? –Preguntó Sebral.
–Sí. Todo indica que fue ella.
–Sólo ahora se atrevería a algo así. Debemos de...
–Debéis salir del bosque y completad vuestro viaje –interrumpió el Errante–. Tal vez el Rey de Lican os ayude y os dé cobijo.
–¿Cómo sabes a donde nos dirigimos? –Preguntó Shárika extrañada.
¬–Lo sé, y eso debería bastar.
–Has dicho: “Debéis salir del bosque y completad vuestro viaje”. ¿Debo suponer pues que no vendrás con nosotros? – Preguntó Sebral.
–Begor sabe que me gustaría, pero otros asuntos reclaman ahora mi atención.
–¿No nos ayudarás? –Preguntó Shárika sorprendida.
–No. Os acompañaré hasta el final del bosque pero luego nuestros caminos se deberán separar. Yo partiré al oeste, y vuestro destino está en el este.
–Pe... pero. Yo esperaba que... –Interrumpió Saera que había estado escuchando.
–No princesa –le dijo el Errante en el tono más afable que pudo encontrar –. Como ya he dicho tengo cosas urgentes que hacer. Quizás más adelante, sólo Seanil lo sabe.
–¿Y qué son esas cosas tan urgentes si se puede saber? –Preguntó rabiosa.
–No se puede saber.
Sebral apartó un poco a la princesa para decirle:
–No puedes tratar de obligarle. Él ya ha hecho su decisión y debemos respetarla.
–No quiero –le contestó.
–Pues debes. Y enfadarte no te servirá de nada –le reprochó con el semblante más serio que pudo encontrar–, te recuerdo que ya no estás en palacio.

sábado, 14 de octubre de 2017

3.2 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.2

«Por primera vez en mucho tiempo luce la luz del alba en el Bosque Lubre y tampoco es cuestión de desaprovechar la ocasión. Ni siquiera para revelaciones de última hora.»

Los rayos de luz iluminaron el Bosque Lubre anunciando el amanecer.
–Curioso –se dijo el Errante para sí.
Desvelado el grupo los durmientes empezaron a desesperazarse bajo la atenta mirada del Errante que permanecía en silencio.
–Tengo hambre –dijo Thomas.
–Tú siempre tienes hambre –contestó Jhiral.
–¿No sabías que el desayuno es la comida más importante del día?
–Para ti todas las comidas son importantes.
El Errante estudiaba a los legionarios; formaban un buen grupo, compacto y entrenado. Jhiral y Thomas parecían conocerse desde hacía tiempo. Ermis y Shárika por el contrario debía ser la primera vez que actuaban juntos. Sin embargo existía un alto grado de compenetración entre los cuatro y mientras los dos primeros recogían el escaso equipaje los otros dos restantes montaban guardia en los flancos.
Ni Saera ni Thomas acusaron dolores en sus heridas y parecían estar completamente sanados. Ninguna secuela les impedía emprender la marcha. Saera vio al Errante mientras éste liaba
un cigarro, se acercó a Sebral y le susurró al oído.
–Maestro, ¿es el soldado de la taberna?
Sebral le miró y sonrió pensando que para su alumna toda la gente se dividía en cortesanos o soldados. No hacía más distinciones.
–Así es princesa. Pero no es un soldado, es un simple aventurero.
–Nos salvó la vida, ¿verdad? –Preguntó haciendo caso omiso al comentario de su maestro.
–Muy posiblemente sí. Creo que sí lo hizo.
–Entonces, creo que como heredera del trono de Ákrita me corresponde agradecerle su ayuda, ¿verdad? –Dijo Saera buscando aprobación.
–Hum. Así es princesa –respondió Sebral meditabundo mientras luchaba con las correas de su equipaje.


El Errante se encontraba al lado de Ermis, el cual observaba nervioso los linderos del bosque en los cuales todavía se encontraban soldados del ejército del Rey Vidom:
–Tranquilo –le dijo el Errante–. Si quisieran atacarnos ya lo habrían hecho. Llevan ahí toda la noche.
–¿Toda la noche?
–Sí. Y no se han movido ningún milímetro. Deberíamos darnos prisa, esta luz no durará mucho –continuó cambiando de tema.
–¡Soldado! –Interrumpió Saera.
Ermis giró para responderle mientras que el Errante no se inmutó.
–No es a ti a quien busco, si no a él –dijo señalando al Errante.
–¿A mí pues? ¿Y que quieres pequeña? –Dijo el Errante sin volverse para mirarla.
–¡Mírame cuando te hablo! –Gritó Saera.
–No hay tiempo para juegos pequeña. Corre a recoger tus cosas. Tenemos prisa.
–¿No sabes con quién hablas? Soy Saera, hija del Rey de Ákrita y heredera legítima a su trono. Deberías...
–Debería darte un par de azotes para que fueras a recoger tu equipaje, princesa –interrumpió el Errante –. ¡Vamos! Nadie lo va ha hacer por ti.
–¡¿Cómo te atreves?! ¡Te arrepentirás por esto! –Bramó encolerizada pataleando el suelo.
El Errante desenfundó con presteza su espada de la funda de la espalda y la apoyó junto al cuello de la princesa, alarmando a todo el grupo.
–Nunca. Nunca amenaces a alguien que se sabe más poderoso que tú. En estos momentos tu vida depende de un giro de mi muñeca, y mi paciencia.
Saera con los ojos desorbitados de pánico reconoció la verdad en sus palabras.
–Y bien, ¿qué decides? Corres a hacer tu equipaje o prefieres seguir molestando aquí.
La princesa decidió rápidamente y sus jóvenes piernas la llevaron volando junto a su maestro.
–Sabia decisión –se dijo el Errante.
–Querido amigo, creo que en representación de todos los aquí presentes, gracias. Hacía tiempo que se lo andaba buscando –le dijo Ermis.

–Maldito aventurero de pacotilla –se dijo Saera junto a Sebral –. ¿Cómo se atreve? Cualquier día de éstos se arrepentirá de sus palabras. Espera que encontremos al Errante, entonces verá lo que puede hacer una princesa.
Sebral la observaba divertido sin poder refrenar una carcajada dijo:
–No verá nada Saera. Él es el Errante.
La noticia la dejó paralizada, pero pronto salió de su estupor para obedecer la orden del Errante.
Una vez organizado el grupo se puso en marcha. Al salir del claro para tomar el camino vieron asombrados como ahora éste se mostraba ante ellos recto y ancho ofreciendo una cómoda travesía.
–Por lo que se ve, tu estratagema a surtido efecto.
–Era lógico. Le di esperanza, y no puede arriesgarse a perderla.
El grupo comenzó a andar por el camino. Shárika encabezaba la marcha, seguida por Sebral junto al Errante y Saera. Los legionarios cuidaban la retaguardia vigilando a los soldados que aparecían entre los árboles. Parecían vigilar cada uno de sus pasos.
–¿Tú crees que estamos mejor que antes? –Le preguntó Jhiral a Thomas.
–Con el estomago vacío no creo en nada –le contestó el legionario.
–Venga, no os rezaguéis –les espetó Ermis–. No quisiera encontrarme solo rodeado por esos, ¿y vosotros?
Como muda respuesta aceleraron el paso para unirse con el resto que andaba un poco más por delante.
De improvisto el cielo se oscureció y el día se extinguió para dar paso a la noche. Una noche extraña, sin estrellas ni luna que la iluminara.
–Esto es más normal –dijo el Errante.

viernes, 13 de octubre de 2017

3.1 El Errante:las bestias de la guerra. Episodio 3 p.1

«Un nuevo día. Es hora de recapitular y aprender de los errores.»



3-La separación


Los rayos de luz asomaban por la ventana quebrantando la ley de la oscuridad, pero hacía tiempo que Sylvania permanecía despierta.
Pese a su tremendo cansancio había permanecido desvelada calculando, planeando la futura guerra. No podía permitir que su inepto marido la dirigiese. Así todo acabaría en desastre antes de empezar y ellos ahorcados como simples ladrones. Comprendió que crear un ejército de juggers conllevaría demasiado tiempo, del que no disponía. Debería también conseguir una fuerza de choque, más simple y mucho más numerosa. Debería ampliar el Pozo, llamar al maestro armero y darle ordenes adecuadas. Debería... Se dijo «¡basta!», tantas preocupaciones le iban estallar en la cabeza. Decidió llamar a uno de sus amantes, quizás después pudiera dormir un rato. Así fue, pero poco durmió.
La luz alcanzó la cama despertando a su tierno amante quien adormilado se percató de la ausencia de su compañera en el lecho. Alzó tímidamente la vista para localizarla junto a la ventana.
Era preciosa, su larga melena morena caía en leves ondulaciones sobre sus hombros y espalda; y al contraluz su túnica marrón no impedía mostrar las suaves curvas de sus caderas y la largura de sus piernas. Al mirarla el recuerdo de las horas pasadas juntos asaltó su mente.
–¿Estás ahí? –Afirmando más que preguntando en lucha con la pereza de sus cuerdas vocales.
Ella se giró y su larga melena flotó en el aire.
–¿Ya estás despierto?
–Más o menos –confesó el durmiente.
–Pues vístete y déjame sola –ordenó Sylvania.
Él se levantó ofendido y mientras se vestía dijo:
–No tienes derecho a tratarme así.
–No te confundas amor. Eres muy bueno en la cama pero sólo eres eso. No intentes ser algo más –Le advirtió sin dignarse a mirarle. –¡Vamos! Date prisa. Tengo cosas que hacer.
El amante no contestó. Se limitó a obedecer y se fue de los aposentos privados con el orgullo herido dejando un portazo como violenta despedida.
Sylvania hizo caso omiso al sonoro golpe y empezó a planificar su plan de acción. Todo él se basaba en un estudio concienzudo sobre la creación de los juggers. Haciendo una mueca de fastidio se dirigió hacia su estudio privado. Subió por las acaracoladas escaleras hasta llegar al portal protegido por arcanos hechizos de protección. Por supuesto no tuvo ningún problema para traspasarlo y ponerse a buscar en su armario el libro de hechizos correspondiente para desmenbrarlo y estudiarlo parte por parte.

jueves, 12 de octubre de 2017

2.15 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 2 p.15

«Con sus vidas en juego no hay más remedio que apostar todo a la carta más alta.»

Con unas breves palabras y un par de gestos provocó un círculo de llamas que protegió el campamento rodeando el claro en su lindero. El Errante se acercó a Sebral.
–Despierta, viejo, te necesito ahora –le dijo dándole pequeños puntapiés con sus botas.
Shárika por su parte despertó a sus legionarios poniéndoles en posición defensiva alrededor de Saera. Las llamas alumbraban sus asustados rostros mientras que la princesa permanecía dormida ajena al peligro.
Sebral se incorporó sacudiéndose el polvo de sus ropas y se dirigió hacia donde estaba el Errante, que situado junto a las llamas observaba el ejército de cadáveres. Soldados muertos, centenares, se agolpaban junto el claro a la espera de la orden de ataque. Una orden que no llegaba debido a la barrera de fuego.
–¿Para qué me necesitas?
–Lo único que les impide entrar es el fuego. Si yo fallo deberás de procurar que no se apague o moriremos.
–De acuerdo. ¿Y tú que vas a hacer?
–Voy a jugar un rato –. Dijo irónicamente.


–Mierda.
–Ese vocabulario, anciano.
El Errante se separó un poco de Sebral y gritó:
–Rey Vidom. Sal y muéstrate. Quiero verte, tengo un negocio que proponerte.
Nadie contestó, pero el bosque enmudeció. El viento dejó de soplar. Pasó un instante eterno y al final Sebral observó como los soldados se retiraban suavemente, como flotando, para formar un pasillo.
–¡Ahí! –Gritó.
–Ya lo he visto. –Un vistazo al claro para asegurarse que el resto estuviera bien. Saera seguía dormida. El fuego cumplía su misión y ningún soldado osaba atravesarlo, todavía.
El fondo de recién creado pasillo se perdía en las entrañas del bosque, de ahí apareció el rey Vidom. Andando, flotando levemente, lentamente hasta el claro. Su armadura dorada brillaba desgajando la oscuridad del bosque como un cuchillo, su azulada capa flotaba etérea alrededor de él. Al llegar al círculo de fuego se detuvo, justo enfrente del Errante, reflejándose las llamas en su escaso rostro y en su corona.
–¿Quién eres tú, que proclamas poder hacer negocios conmigo? –Preguntó. Y pese a no poseer ningún labio, Sebral juraría que estaba sonriendo divertido.
–Soy el Errante.
No dijo más. En silencio observó al anciano cadáver andante mientras el rey estudiaba la situación y los sitiados.
–He oído hablar de ti. Hasta en el ahora actual mi reino las noticias de tus gestas han llegado nítidas y claras a mis extintos oídos. Pero, ¿por qué no habría de matarte y regar los árboles de mi bosque con vuestra sangre?
–Porque soy uno de los pocos que sabe la razón de vuestra situación. –Dejó que la frase flotara en el aire mientras buscaba una hoja en su ropa para prepararse un cigarro, creando una pausa artificial–. Pero soy el único que posee el poder para terminarla. –Concluyó mientras encendía el cigarro con las mismas llamas que formaban su barrera de fuego.
Vidom enmudeció pero después de unos breves instantes irrumpió en carcajadas. Su risa era aterradora y Saera tendría pesadillas con ella toda su vida, pese a estar dormida cuando las oyó. El ejército de muertos rió junto a su rey poniendo a los legionarios más nerviosos.
–Demuéstralo. –Ordenó el rey.
–¿Acaso no fue Férmax el causante de tu encierro? Del tuyo y el de tu ejército. ¿No fue persiguiendo a este mago que había escapado de tus lacayos que llegasteis a este bosque? ¿No fue aquí, quizás no muy lejos de donde nos encontramos ahora, que os hechizó y maldijo para siempre? ¿No es verdad? –Dejó tiempo a que el rey pensara–. Y desde entonces habéis estado esperando a que alguien vuelva con la llave de vuestro exilio eterno.
–Y ese eres tú, si no me equivoco.
Sebral observaba la escena pero se dio cuenta de cómo los soldados se acercaban cada vez más a la barrera a la espera de una sigilosa señal de ataque.
–Sí, yo soy.
–Pues empieza. Líbranos de esta prisión de madera.
–Luego, ahora no tengo el pergamino con el hechizo adecuado. Más tarde, lo juro.
–¡Mientes!
–Sabes que no.
–Mataré a tus amigos uno a uno hasta que consiga que lo digas.
–No. No lo harás –dijo mirándole fijamente a sus cuencas donde siglos atrás debían estar los ojos. – Porque si así lo haces, si alguno de ellos sufre daño alguno dentro de este bosque, te haré directamente responsable de ello y nunca, nunca volveré para liberarte. Eso también te lo juro.
–Sigues mintiendo, es un farol.
–No puedes arriesgarte y lo sabes. Pero no es un farol. –Continuó mientras estudiaba al rey de los muertos. –¿Qué decides? ¿Habrá lucha, o no?
El Rey Vidom levantó el huesudo brazo y el ejército se retiró entre los árboles.
–No habrá lucha. Viviréis. Por hoy –dijo mientras se esfumaba como el humo.
Sebral sopló aliviado mirando ahí donde antes le esperaba la muerte. El Errante se le acercó y le puso la mano en el hombro por detrás suyo.
–Ya puedes volver en brazos de Lotos. No necesitaremos más el fuego por hoy. Descansa viejo amigo.
–¿Estás seguro? –Preguntó escéptico.
–Por supuesto. Anda, ve y diles a los demás que pueden descansar tranquilos. Deben de recuperar fuerzas, pues mañana las necesitaran. Te lo aseguro.
Cansados como estaban, ninguno de ellos se opuso a la sugerencia y al poco rato todos dormían mientras el Errante custodiaba sus sueños.