sábado, 28 de octubre de 2017

3.6 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.6

«El camino estaba siendo tranquilo, complicado pero tranquilo. Pero no tanto como la misteriosa calma que reinaba en la Laguna Negra.»


Aunque en un principio el descenso continuaba con su fuerte pendiente, al poco rato alcanzaron un tramo más llano para seguir sin dificultad el camino trazado en la sesera del anciano. Camino que sólo parecían conocer Shárika y él.
Siguiendo el curso del arroyo llegaron a un claro del bosque, decorado con belleza por la naturaleza; con grandes rocas blancas sobre una tupida hierba salpicada con azules flores silvestres. El arroyo lo atravesaba por medio creando un pequeño barrizal en uno de sus lados. Shárika se agachó para observarlo mejor.
–¡Ermis! –Llamó.
Ermis, que se encontraba en la retaguardia, avanzó hacia su sargento.
–¿Qué pasa? –Le preguntó Saera al pasar junto ella. Al ser ignorada preguntó a su maestro.
–No sé, pequeña, ahora se verá.
Ermis observó el barro, de pie junto a Shárika que permanecía agachada.
–¿Qué opinas?
–Jabalí, y de los grandes según las huellas.
–Estamos en su abrevadero, y a juzgar por las demás huellas, también de todo el reino animal.
–Deberíamos movernos, señor –aconsejó el legionario mientras observaba el bosque con detenimiento.
–¿Tanto problema por un jabalí? –Preguntó Saera.
–Que venga, cuanto más grande sea mejor le podré clavar mi espada –bramó Jhiral bravucón.
–No seas estúpido, no quiero ninguna baja y menos por un maldito jabalí. Vamos, andando –ordenó Shárika.
–El arroyo se adentra entre esas rocas –indicó Thomas.
Efectivamente, a través de dos grandes rocas el agua sinuosa seguía su cauce.
–Pues a las rocas.
El espacio entre ellas sólo permitía el paso de uno en uno. Shárika comprobó que por ahí no hubiera huellas ni marcas de animal alguno y cuando estuvo segura de ello procedieron a pasar en fila india. El último en pasar entre ellas fue Thomas que, despistado como iba observando el mejor sitio para apoyarse sin mojarse, chocó con la espalda de Jhiral.
–¡Por todos los dioses! –Exclamó mientras comprobaba la salud de su nariz.
–Exactamente –dijo Jhiral sin moverse para verle. Tenía la vista fija en el paisaje. Como el resto de sus compañeros delante de él.
–Caballeros, les presento la Laguna Negra –dijo ceremoniosamente Sebral.
Ante sus ojos, a su izquierda, la cordillera en forma de increíble muralla protegía y abrigaba de la luz una ingente cantidad de agua. Mientras que en su derecha y al fondo el bosque se inclinaba humildemente frente a las aguas para que los árboles, con sus enormes raíces, bebieran directamente de sus aguas. El silencio era mágico y la tranquilidad que respiraban era embriagadora.
Fue Ermis el primero en romper el silencio.
–No entiendo. Fijaos donde estamos, en esta orilla –les empezó a explicar–. Éste es el mejor sitio para saciar la sed y, sin embargo, no se aprecian rastros de animales.
–Ni se apreciaran –le dijo Sebral–. Thomas a dicho “por los dioses” y no sabía lo acertado que estaba siendo.



«Cuenta la leyenda que eones antes de que los clanes se organizasen y formaran La Asamblea para conquistar su independencia del reino de Lican, Axa, la hija de Brexor, jefe del clan lobo pardo, era la mujer más bella de toda Xhantia. Mas un día fue secuestrada y su padre acusó injustamente al clan rival de su desaparición.
»Xemir, hijo mayor del jefe del clan rival, estaba secretamente enamorado de Axa y mientras los dos clanes se preparaban para la batalla él partió en busca de su amada.
»Sus pesquisas le llevaron a las cercanías de la Laguna Negra, pero el camino hacia ella estaba fuertemente guardado por el ultraterrenal ejército del dios de la guerra, Sark, que sorprendió al joven aventurero.
»Xemir luchó por su vida y la de Axa, innumerables soldados cayeron bajo su acero, pero las heridas sufridas en la contienda mermaron sus fuerzas haciéndole caer bajo los continuos ataques del enemigo. Entre estertores de agonía el moribundo Xemir rogó a Seanil, diosa de la sabiduría, ayuda para su amada, presa por el dios Sark.
»La diosa atendió a sus suplicas y se apareció ante los dos clanes enfrentados en el campo de batalla justo antes de empezar la contienda. Convenció al iracundo padre y a su agraviado rival para unir sus fuerzas y combatir contra las tropas del dios de la guerra.
»Los dos clanes se enfrentaron al dios Sark haciendo retroceder a sus tropas hacia la Laguna Negra donde dieron buena cuenta de ellos. Los vencedores lanzaron los cuerpos de los vencidos a lo más profundo de la laguna y la sangre oscura de los ultraterrenales soldados tiñeron de negro sus aguas.
»El dios, vengativo, dio muerte a la bella cautiva para desdicha de su amado padre. Pero esta unión demostró que era posible la unión entre los clanes y fue el principio de los siguientes pactos y acuerdos que les llevarían a conseguir la estabilidad necesaria para librarse de sus opresores.
»...Y sin embargo, desde entonces ningún ser vivo ha pisado este lugar. Exceptuando a seis locos fugitivos en camino a Lican. »
–Tonterías –dijo Shárika, que no era ducha a creer en leyendas y fantasías.
–Es posible –respondió el anciano–, pero todas las leyendas tienen una base real. Y si te fijas ningún animal osa perturbar la tranquilidad de este lugar.
Y era cierto, ni siquiera el distraído vuelo de un pájaro sobrevolaba la laguna.
–Deberíamos irnos –continuó. Fáciles palabras de decir pero difícil de cumplir. Pese a que todos estaban de acuerdo con ellas la mágica belleza del paisaje les tenía embelesados, incapaces de reaccionar por sí mismos.
Sólo Saera, ajena a la belleza por su edad y haber vivido siempre en palacio, fue capaz de azuzarles para que se movieran: –¡Vamos! –Exclamó, y eso pareció bastar pues todos parecieron despertarse, agitando la cabeza para sacudirse imaginarias telarañas del pelo. Shárika observó con detenimiento las posibles salidas.
–Leyenda o no, ese ejército debió llegar por algún lado, y no fue por donde hemos llegado. Vayamos por ahí –dijo señalando con un gesto de la testa a una brecha que se aparecía entre la arboleda de la orilla sur.
Al llegar allí pudieron observar esperanzados como la pendiente, a pesar de un corto tramo casi vertical pero salvable con un par de saltos bien calculados sobre las raíces de los árboles, disminuía para convertirse en un agradable paseo. Después de un frondoso claro en el que discurría otro arroyo para unirse al procedente de la laguna.
Una vez en el claro Thomas dijo:
–Tengo hambre. ¿Por qué no volvemos para cazar ese dichoso jabalí?
–Ignoraré tu petición conociendo tu ignorancia sobre la caza del jabalí –le contestó Ermis paciente–. Porque nunca lo has cazado, ¿verdad?
–No, ahí tú eres el experto.
–Pues sería prácticamente imposible dado el tamaño de sus huellas y vuestra escasa experiencia.
–¿Tan grande es? –Preguntó Shárika acercándose a la pareja.
–Inmenso.
–¿Cómo si fuera el padre de los jabalíes? –Preguntó Thomas.
–Como si fuera el abuelo de todos ellos.
–¡Por Vela, cuanta carne! –Exclamó relamiéndose.
–¡Señor Thomas! –Exclamó Sebral airado–. Cierto es que todos sentimos las puñaladas de nuestros vacíos estómagos, pero como despiertes el hambre en la princesa con vuestros insistentes y necios comentarios tendrá que enfrentarse a mi ira, que será mayor que la de los propios dioses, ¿está claro?
–Sí, sí –respondió acongojado.
Sebral, satisfecho una vez terminada la discusión, se giró para volver con su protegida.
–Vaya con el abuelo –le susurró Jhiral a su compañero de armas.
–Quién lo diría, ¿verdad?
–Venga, sigamos –dijo Saera que le miraba enfurruñada.
Pero Saera interrumpió la marcha no iniciada con un grito ahogado. Allí por donde se habían despedido de la laguna ahora se alzaba, envuelta en sombras, una figura de aspecto humanoide; de unos dos metros y medio de alto aproximadamente, ancha complexión y unos ojos brillantes como dos lunas llenas.
–¡Corred! –Ordenó Shárika.
No hizo falta más. Ermis alzó a la pequeña y, portándola en su hombro, corrió junto con sus compañeros montaña abajo.
«Todas las leyendas tienen una base real. » Había dicho el anciano, que ahora corría demostrando que la edad no se discutía con el instinto de supervivencia. Y nunca más cerca de la verdad; pues cierto era que no descansaban los restos de ningún ejército en el fondo de la tranquila Laguna Negra. Pero algo peor habitaba en ella: Un semidiós, hijo de Meastron (dios del mar y sus criaturas), que a raíz de un desaire con el dios de los dioses, Begor, fue castigado al exilio y privado de las apreciadas aguas saladas del mar. Losban moraba en la parte más profunda de la laguna para salir sólo en busca de sustento. Y, pese a no recibir visitas de animal alguno en sus cercanías, su capacidad metamórfica para crear piernas donde antes había la potente cola de un anfibio le permitía explorar el bosque para cazar el alimento con sus propias manos.
Pero no era hambre lo que él sentía ahora, sino la más aguda curiosidad por conocer la razón por la que la calma de su hogar había sido quebrada. Satisfecho los vio correr por sus vidas. No pensó en perseguirles, había aprendido la lección y no quería incurrir en la ira de su padre –y mucho menos en la de Begor–. Así los observó hasta que se perdieron de vista entre los árboles y sólo entonces se volvió para sumergirse de nuevo en su encierro.

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