miércoles, 27 de diciembre de 2017

4.4 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 4.4

Cae la noche en la débil frontera del Oeste y pese a su acuciante necesidad El Errante se ve obligado a hacer un alto en el camino.


La noche invadía la Puerta Oeste mientras el Errante observaba a su durmiente anfitrión. Había tenido que luchar contra su adicción y resistir la tentación que le ofrecía la savia. En un momento se había visto obligado a luchar con él, que poseído por su anhelo intentaba beber un trago, para arrebatarle la pequeña bota en la que portaba su droga. Lord Xeos, entre sollozos de desesperación observó como el Errante arrojaba la bota a la chimenea para ser pasto de las llamas –la savia en estado líquido era un potente alucinógeno pero inocua en estado gaseoso–.
Posteriormente el Errante se volvió hacia él, que se encontraba medio sentado, abatido sobre la mesa. Con un salto felino se posó suavemente encima de la mesa y le vigiló en cuclillas hasta que las lágrimas se secaron y el sueño se apoderó del xhantiano. El errante sintió lástima por él.
Lástima y un profundo desasosiego.
A lo largo de su extensa vida había aprendido a controlar sus emociones pero ahora se encontraba preso de una terrible impaciencia de la que no se podía despegar. Lord Xeos esperaba la llegada de los Espectantes. ¿Pero cuándo llegarían? ¿Por qué había decidido esperar a que llegasen? ¿Acaso le importaba lo que sucediera en ese ridículo puesto fronterizo? Y si no, ¿por qué estaba todavía ahí? Las amazonas esperaban su ayuda, ¿llegaría acaso demasiado tarde? De todas formas no esperaría mucho más –o eso creía él–, y cuando los viera llegar no se quedaría para los saludos de cortesía. A la primera señal de ellos desaparecería de ahí. No debía perder más tiempo. ¿Cómo se lo explicaría luego a la Reina de las Amazonas? Lo siento cariño pero estaba cuidando a un drogadicto mientras vosotras moríais. No era una excusa convincente.
Su mente formó la imagen de la reina amazona. Laza poseía una hermosa melena rubia que tenía la costumbre de enredarse con la suya cuando estaban acostados. Unos preciosos ojos marrones que brillaban como si las estrellas del firmamento se escondieran en ellos durante el día para salir a su celeste posición por la noche. El rostro de ella se transformó en el de su esposa y la tristeza embargó su cansado corazón. Rememoró el día en que se vieron por primera vez, su primer beso, el primer abrazo. Recordó el día de su boda con una sonrisa y lágrimas en los ojos. Su voluntario retiro en las montañas para vivir una apacible vida con su mujer. La primera vez que probó sus guisos y la escasa calidad de éstos. Cada vez que fundían su pasión bajo los árboles. Y la última vez que la tuvo entre sus brazos, con el pecho destrozado y su sangre manando a borbotones. Sus ojos abiertos mirando al infinito mientras un hilo de sangre surgía de su boca mancillando la palidez de su rostro. Él la abrazó. La abrazó fuertemente sin importarle que crujieran sus huesos rompiéndose en mil pedazos. La abrazó con amor y pasión desesperada intentado impedir que se fuera y le dejara solo.
Intentado mitigar el dolor de sus recuerdos se sorprendió comparando a Anesia con la reina amazona. Podía ver como flotaba el liso cabello de su mujer sobre sus hombros desnudos frente a la ondulada melena que Laza portaba orgullosa hasta la cintura. La sonrisa de cada una; diferentes pero capaces de iluminar el cielo y volver estúpido al hombre más culto. La feminidad involuntaria en cada gesto y la fortaleza que imprimían en cada acto y decisión. Una era una simple campesina, la otra Reina de las Amazonas. Tan diferentes y a la vez tan iguales. ¿Podría perder a una de ellas otra vez?
Para disipar sus dudas abandonó la estancia dejando al durmiente roncando sobre la mesa. Paseando por la muralla observó las estrellas, las hogueras del campamento del ejército de Ákrita. Escuchó atentamente, enfocando su atención en la tienda del General, mas nada pudo escuchar sobre sus planes o intenciones.
Después dio media vuelta y observó a la milicia desperdigada detrás de la muralla. Continuó andando por la muralla y un guardián le saludo cuando pasaba junto a él.
–Es un honor, señor.
–¿El qué? –Preguntó extrañado.
–El tenerle con nosotros, señor –respondió un poco confuso.
El Errante le observó meditando si lo decía en serio o simplemente le tomaba el pelo. Al poco tiempo se decanto por la primera opción y respondió:
–Para mí también hijo. Dime, ¿cómo te llamas?
–Katel, señor.
–¿Me podrías hacer un favor, Katel?
–Dígame, señor.
–Estaré abajo en el campamento, junto a esa hoguera –indicó señalando un fuego cercano rodeado por varios milicianos– ¿Podrías avisarme cuando lleguen los refuerzos?
–Claro, señor.
–¡Ah! –Exclamó antes de irse –. Y otra cosa más. Eres un hombre libre; no me llames señor, pues sólo soy dueño de mi propia vida. – «Y a veces ni eso», pensó.
–De acuerdo –respondió el guardián con una sonrisa.

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