domingo, 4 de febrero de 2018

6.4 El Errante: las bestias de la guerra. Ep. 6.4

La antigua capital otrora altiva y hermosa se presenta decadente. Infectada de la más vil enfermedad que podría campar por sus sucias calles y pútridos callejones. Corrupción y avarica han sido sus mantras de los que ahora se resiente. Ningún habitante está a salvo, ningún visitante es realmente bienvenido.

Lejos estaba la antaño orgullosa ciudad de Trípemes de poseer el esplendor que caracterizaba a la capital del extinto reino de Beror.
Asediada en sus comienzos por los continuos ataques de los piratas el gobernador hizo construir poderosas murallas defensivas para proteger a sus habitantes. Su privilegiada posición en la desembocadura del río Aren –principal ruta comercial entre el reino de Ákrita y el de Beror– la convirtió en la capital del reino.
La nobleza se trasladó a la ciudad junto con la casa real obligando a reforzar y mantener diariamente estas murallas para proteger los palacios recién construidos en su interior.
Como toda capital hubo un momento en el que su expansión rebasó sus límites viéndose obligados a edificar más allá de la seguridad de las murallas. Fuera de estos muros la podredumbre infectó como un virus las casas, las cabañas, las calles y callejones, y con ella la delincuencia antes plenamente controlada comenzó a rebasar los esfuerzos de la guardia.
Beror cayó bajo los invencibles ejércitos de Ákrita y Trípemes perdió su rey, y con él todo resto de honradez y nobleza. Las grandes casas, más preocupadas por su posición social en la lejana capital de Ákrita que por el estado actual de su hogar, se corrompieron en busca de poder buscando impías alianzas con la más tenebrosa escoria llegada a la ciudad.
Piratas, ladrones y asesinos poblaban las afueras de la ciudad convirtiéndola en una ciudad asediada por su propia decadencia. El Virrey, incapaz de proteger a sus ciudadanos dentro de las maltrechas murallas –fuera de ellas se consideraba territorio salvaje a las órdenes de Miklos, jefe del clan de ladrones, y del de los asesinos–, y demasiado orgulloso para solicitar ayuda al rey de Ákrita pidió auxilio a la Legión.
Tres incursiones, tres fracasos. Los legionarios no pudieron limpiar la escoria que habitaba el anillo de callejones que rodeaba Trípemes, el cual, en clara alusión al reino de Nebra, había sido llamado el Inframundo por los habitantes de la ciudad.
La avenida de las ánimas cruzaba el Inframundo, como un gran cortafuegos en el bosque, siendo ésta la única vía de acceso a la ciudad por el sur. Pese a su gran amplitud y estar en constante vigilancia por los guardias de la puerta sur las rutas comerciales habían sido asaltadas a menudo, forzando a los mercaderes a contratar guerreros sólo para poder recorrer la avenida.
Podía haber elegido evitar pasar por la puerta sur rodeando la semiderruida muralla para saltarla a escondidas como solía ser la práctica habitual en la ciudad mas decidió pasar por el puesto de guardia como un visitante más.
Se acercó a la puerta –quizás el único tramo de la muralla conservado en condiciones aceptables– la cual se encontraba cerrada.
El Errante golpeó varias veces y gritó: –¡Ah, de la guardia!
No tuvo que esperar demasiado.
Desde lo alto de la muralla un arquero apareció apuntándolo con el arco tenso.
La puerta se abrió y tres guardias se mostraron frente a él; en semicírculo. Los dos de los extremos con las espadas desenvainadas mientras que el del centro mantenía el tipo con su arma enfundada.
Éste preguntó:
–¿Quién pretende entrar en la ciudad a estas horas de la noche?
Pese a pronunciar tan cuidada pregunta el tono de su voz delataba no poca suspicacia. Seguía con los brazos cruzados sin desenfundar el arma; lo cual indicaba su escasa intención en retar a Vángar. Pero sus compañeros daban a entender que en caso de necesidad no continuarían preguntando.
–El Errante –contestó lisa y llanamente.
Sorprendentemente el guardián del centro del semicírculo rompió en carcajadas al tiempo que ponía sus brazos en jarras.
Lo que le faltaba. El hecho de ser una leyenda viva tenía sus inconvenientes y éste era uno de ellos. Pero estaba cansado y no deseaba perder tiempo con nadie.
Su mano aferró la cota de malla del guardián cortándole las carcajadas en seco con tal rapidez que el resto sólo vieron que su compañero pasó de un instante a otro a estar junto a Vángar, a medio metro sobre el suelo.
–Escucha necio. Vas a buscar ahora mismo a tu capitán y les vas a decir que el Errante, el auténtico, está aquí.
El guardián tragó saliva.



–Y después, cuando haya desaparecido, le dirás lo mismo a Miklos, tu auténtico jefe, patán corrupto.
Lo arrojó al suelo como el que lanza un fardo de ropa sucia.
Pese al dolor de la caída se incorporó rápidamente y desapareció corriendo.
La espera fue tensa; no tanto para Vángar –el cual aprovechó para liarse un cigarro– como para los guardias, que se mostraban más bien indecisos en cuanto a su deber: Al ser atacado su compañero deberían haber respondido de igual manera pero la rapidez de este ataque les había sorprendido. Ahora no había ataque ni provocación y lo más seguro es que el nocturno visitante fuera el que había dicho ser. ¿Se atreverían a atacarle ahora que su compañero no corría peligro? ¿Tenían acaso alguna posibilidad contra él?
El capitán llegó dejando las preguntas sin responder.
–Errante –le saludó dando un abrazo–. No me digas que estos chicos te han creado algún problema.
–No. De hecho era yo el que no quería crear ninguno –le contestó en el mismo tono afable.
–Está bien chicos. Volver a lo vuestro, que Nebra nos maldiga si el eterno vagabundo no puede entrar en cualquier ciudad.
Obedeciendo los guardianes volvieron a sus puestos dejándoles a solas.
–Deberás disculparles –empezó a decir el capitán al tiempo que comenzaban a andar hacia el corazón de Trípemes–, son tiempos de inseguridad y...
–No es necesario –le interrumpió Vángar–. Después de todo sólo cumplían con su deber.
–Así es. Dime, ¿qué te trae por Trípemes? –Preguntó cambiando de tema– ¿Negocios o placer?
–Oscuros y peligrosos negocios. No quieras saber más –le recomendó.
El capitán chasqueó la lengua.
–Sólo espero que no empeoren la situación –deseó.
–Descuida. Si todo sale bien creo que la mejorará.
–Vaya. Eso sí que son buenas noticias –dijo aliviado–. Te estaríamos eternamente agradecidos.
El Errante no contestó, continuó andando por las empedradas calles.
El capitán se detuvo.
–Aquí te dejo. Me he separado de mi puesto más de lo que debería y debo volver. Cuídate viejo amigo –. Se despidió dándole un apretón de manos.
–Tú también. Vigila tu espalda.
Los dos se dieron media vuelta y continuaron su camino sin volver la vista atrás.

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